Apenas un mes después de asignarse nuevos poderes como posible líder vitalicio de China, Xi Jinping enfrentaba una oleada de indignación pública inédita en décadas, desencadenada por su programa de “cero COVID”, que pronto iniciará su cuarto año.
Los manifestantes tomaron las calles durante el fin de semana en varias ciudades, como Shanghái y Beijing, corearon lemas, chocaron con la policía e incluso pidieron la dimisión de Xi. También hubo protestas en varios campus universitarios.
El país no había registrado marchas tan generalizadas desde que el ejército aplastó el movimiento prodemocrática liderado por estudiantes de 1989, centrado en la Plaza de Tiananmen de Beijing.
La mayoría de los manifestantes centró su indignación en las restricciones que pueden confinar a las familias durante meses a sus hogares, y que han sido criticadas por no ser ni científicas ni eficaces. Algunos se quejaron de que el sistema no cubría sus necesidades.
Las peticiones de renuncia de Xi y del final del Partido Comunista que gobierna China desde hace 73 años podrían considerarse como sedición, que conlleva penas de prisión.
Por ahora, la respuesta de las autoridades ha sido discreta. Algunos policías en Shanghái emplearon gas lacrimógeno para dispersar a los manifestantes y varios fueron detenidos y trasladados en un autobús. Sin embargo, el enorme aparato chino de seguridad interna es conocido por identificar a la gente a la que considera problemática y detenerla en sus casas cuando hay pocos testigos.
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